Algo distinto
había en el horizonte. Allí donde debía estar el estrecho de Magallanes y en
frente, la isla de Tierra del Fuego, ahora se veía una inmensa cordillera verde
claro, con una altura descomunal, no menos de 5 mil metros. Coronadas sus
cumbres por blancos nevados. Hacia el pie de esas altas montañas, se abre un
profundo valle, muy verde, que cubre todo el espacio de lo que antes estaba
cubierto de agua.
Donde antes
estaba Punta Arenas, una extraña tierra entre amarilla y rojiza. Lo que antes
era una extensa llanura, una pampa plana e interminable, ahora se alza como
unas tierras altas, con clima templado, un sol dorado y cálido ilumina todo con
tonos mate, como el sol del atardecer, pero no es más que el mediodía.
Antes de que
estas altas tierras aparecieran, vinieron las olas. Primero unas de un metro o
dos, que inquietaron pero no asustaron a nadie. Muchos fueron a la costanera a
tomar fotografías o sacarse selfies para sus redes sociales.
Luego sin mayor
aviso, se alzaron sobre la ciudad enormes columnas de agua, verdaderos
rascacielos de agua de mar que cayeron sobre casas, calles y edificios. De
pronto la tierra estaba tal y como había sido hace miles de años. Desprovista
de toda huella humana.
El agua, así
como vino, se fue. Ahora no se divisa el mar por ningún lado.
Las tierras
altas y amarillas, bañadas por el sol, están cubiertas por una multitud de
gente, que se aglomera en una estrecha franja como meseta. Hombres, mujeres y
niños, se concentran en un pequeño espacio para evitar caer por las laderas,
hacia el profundo valle, miles de metros más abajo.
Pero esta tierra
no está quieta. De pronto para el pavor de la multitud, las tierras continúan
elevándose, alejándose a una velocidad descabellada del profundo valle. La
gente empieza a caer por las laderas. De pronto alguien grita ¡Formen una
cadena¡ de a uno al comienzo, y después todos, con desesperación, unen sus
manos, en una cadena sin fin, que impide que la gente siga cayendo al abismo.
De pronto, todo
se tranquiliza, y permite a las personas empezar a recorrer, esas extrañas y
cálidas tierras, esos colores, ese pasto tan verde.
De pronto se ven subiendo por una colina unos
dromedarios. ¿Qué hacen acá unos camellos? Enormes y solemnes, con una piel
café claro, y un andar parsimonioso, no se dan cuenta que caminan por otros
parajes hasta que se encuentran con el pasto. La suave pradera los
desconcierta, pero retozan en ella como cachorros.
Caminando y
caminando, de pronto se aprecia una estructura de piedra. Un raro edificio,
arcos de piedra que se elevan varios pisos, en su interior es como volver muy
lejos en el tiempo.
Ecos de las
glorias de Roma y Grecia, colores y texturas entre la Edad Media y el
Renacimiento.
Grandes salones iluminados por el sol, desde
altos tragaluces en el techo.
En un salón una
niña lee un papiro, mientras su madre borda sobre un fino tapiz. Ambas visten
holgadas túnicas de lino, con color azul y granate, que contrastan con el tenue
color canela de la piel de las mujeres.
En otro salón,
un grupo de jóvenes, practican el arpa y el laúd junto a un centenario maestro.
Ernesto Sepúlveda Tornero
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