Si hay una persona que es importante es nuestras
vidas, esa es nuestra madre. Aquella que supo siempre enseñar una reglas muy
claras acerca de lo que estaba bien, y de lo que estaba mal.
Combinando el
rigor y la exigencia, con el cariño desbordante que sólo una madre puede
brindar.
En mi caso, y el de mis tres hermanas, tuvimos a
Berta, nuestra mamá. Ella era una mujer que migró del campo a la ciudad, junto
a mi padre.
Una mujer del siglo XX. Con una vitalidad, un empuje, y una visión,
que ya se la envidiaría cualquier milenial.
Tuvo una noción tan clara de la
importancia que tendría la educación, que junto a mi padre hicieron esfuerzos
titánicos para darnos a sus hijas e hijo, la mejor enseñanza que estaba
disponible por aquellos años en mi ciudad natal, Quillota.
Mi madre, que por un
disgusto infantil, de pequeña abandonó la enseñanza primaria, consentida por un
padre que no le negaba nada. De mayor, tuvo tan claro que la educación era
fundamental, que se privó con mi padre, de bienes y comodidades, para pagarnos
una educación particular.
Ella misma, la “Bertita”, que así la llamaban todas
sus conocidos, terminó de adulta, su educación básica, y la educación
secundaria, en estudios vespertinos. Iba a clases de Lunes a viernes, de 20,00
a 22,00 horas, después de salir de su trabajo. Incluso el año 1982 rindió la
prueba de aptitud académica (PAA). Se licenció de cuarto medio y rindió la PAA,
un año antes que yo. Varios de mis profesores, le hacían clases en el
vespertino, lo que me llenaba de orgullo.
Mi madre, tomó cuanto curso había disponible para
trabajadores por esos tiempos, de corte y confección, de dactilografía. Años
más tarde tomó clases de conducción, se compró un lindo auto el cual condujo
por años. Tomó clases de computación, y estaba al tanto de todo lo que ocurría
tanto en Quillota, donde residió siempre, como a nivel central.
Nuestra madre nos inculcó, que nada es imposible, que
todo se consigue con esfuerzo y tesón. Ella nos enseñó a hablar claro, a decir
las cosas por su nombre, y a dar siempre la cara. Nos enseñó a ser solidario, a
velar por los mas necesitados, a ser humildes.
Pero el tesoro mas grande que nos entregó, fue el don
de la fe, desde pequeños nos enseñó a amar a Dios, y nos introdujo en la
formación cristiana de la Iglesia Católica. También ella fue premiada en vida,
por esto. Una de mis hermanas viste el hábito de las Hermanas Carmelitas
descalzas. Lo cual, fue una de sus mayores alegrías. Aunque siempre dijo que su
mayor alegría, era verme a mi con sotana.
Sí, yo también me reía harto cuando decía eso, porque
tenía muy claro que los curas no podían, o mas bien, no debían tener mujeres. Y
no estaba preparado para eso.
Fui como muchos de ustedes amigos y amigas, muy
regalón de mi mamá, muy mucho regalón. Siempre ella bromeaba conmigo, me decía
que cuando fuera grande me iba a ir lejos y ya no nos veríamos siempre. Me lo
recordaba, cada vez que en la iglesia se cantaba una canción, cuyo nombre
titula esta columna. “Una madre no se casa de esperar”.
Pese a mis juramentos infantiles, de que nunca me
separaría de ella. En la vida adulta efectivamente migré desde mi ciudad natal,
y finalmente vine a asentarme nada menos que en Punta Arenas. Cuanta razón
tenía esa santa mujer, mi viejita querida, hasta su partida, nos vimos muy
poco, practicamente en los puros veranos.
Eso es lo que vuelve, mas emotivo para mí, recordarla,
una mujer extraordinaria, que nos enseñó a tener coraje, a ser valientes, y a
amar sin límites.
Amigo, amiga, si tienes a tu mamita querida, aun junto
a ti, abrazarla con fuerza, y dile cuanto la amas y le agradeces por todo el
cariño y cuidados que te ha brindado.
Porque por mucho que el tiempo pase, y existan
miles de kilómetros de distancia, una madre no se cansa de esperar.
Punta Arenas, 12 de mayo de 2019
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